Azul



Quería dejar rastro. Ser la huella en la arena que se desliza en el borboteo de una ola; el beso en los labios de quien no lo repite por querer sostenerlo un rato más. Ella, tan chispeante de emoción, repleta de motivos e inhibida de límites. Tan abrupta, libre, caótica y volátil. Se había perdido millones de veces en su mente, en el amor, en la distancia; pero nunca en el olvido. Se rescataba con soga corta de la indiferencia y aún más de los indiferentes. Se cernía sobre la noche como una luna que mengua, y sobre su propio cuerpo como la que lava la ropa en el río de la suciedad de la noche anterior. Y fluía como la sangre, y daba vida y la arrebataba en partes iguales.

Ella quiso morir siempre una noche de invierno; tan pálida, sonrojada en sus zonas más frágiles y gélida como el silencio en respuesta a un "te quiero". Se sentiría bien dormir para siempre en el mes que menos deseaba y que más permitía que durara: diciembre. Se sentía bien hibernar con la promesa en la punta de la lengua del verano; como quien sabe que no llegará. Y se sabía reina de un mundo de nadie que lo significaba todo para ella, precisamente por la oportunidad de comenzar de nuevo. Y eso que odiaba los principios y se aventuraba al clímax con la intensidad de quien nunca será correspondido a tiempo por falta de paciencia. Como si no le importara.

Se recitaba poemas en voz sibilante y viperina pasadas las doce, porque creía en la magia a contrarreloj como en la multiplicación de negativos que da cabida al optimismo. Caótica. Eso le había confesado un amigo una noche anticipada al estío que concebía, justo cuando le había preguntado cómo la veía (más por necesidad de introspección que por curiosidad, aunque a ojos del mundo lo atribuyera a esto último). Y le congració que él aún viera a la niña que había muerto hace más inviernos de los que recordaba haber vivido. Y sonrió a las estrellas, a la luna y a la noche. Y lloró a la inmensidad lo que sonrió a sus penumbras. Y se encendió de vida y se apagó de desconsuelo para dar cabida a la felicidad. Entonces, el tripulante de un barco viejo, que es la propia existencia cuando se descuida, se aferró a ella con ancla. Y no importó si la hería. Porque ella agradeció la caricia.

Y hundió sus manos en sus heridas para llenarlas de miel, y le prometió no poder quedarse por mucho que quisiera. Y ella solo se permitió recordar la última parte de la oración.




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