Maktub
La manía de mirar más por el bien de los demás que por el suyo propio le seguía reconcomiendo las entrañas hasta hacer de ella una caótica maraña de desconsuelo. Recordaba la inocencia de la niña que solía ser con toda la ternura de un corazón que no teme amar porque romperse es costumbre. Algo de ella restaba aún en su interior, pero siempre se negaba a admitirlo. Y aunque la avergonzaba la persona en quien se había convertido, nunca habría restado importancia a la trayectoria que había tenido que recorrer hasta llegar donde se encontraba.
Tenía la sonrisa pícara más natural del mundo, y charlaba con cualquier desconocido con una facilidad que te hacía sospechar que nunca llegaba a mantener a nadie demasiado tiempo en su vida. Se alejaba cuando ya no era querida, y no buscaba ser correspondida para ofrecer toda su devoción, porque alardeaba de contar con un amor propio que la salvaba de buscar la aprobación de otros. Sin embargo, cuando algo malo sucedía, la primera persona en la que buscaba el error era en sí misma. Si había logrado quererse tanto era porque al prójimo lo quería más, y aunque aquella condición la había derivado a la situación de paz interior que la caracterizaba, ya no solo era camino, sino también realidad.
Las uñas las llevaba siempre largas para aferrarse al pasado, y afiladas por si debía ahuyentarlo, como una gata perdida en un callejón de Madrid. Pero aquella noche se las cortó. No había defensas que fueran a protegerla del impacto que supuso asumir que el amor, si no es acompañado de fidelidad, no es. Y aun así, este auto-aprecio que la llevaba a no requerir que la quisieran de vuelta, hacía de las suyas y la dejaba enganchada a relaciones nada beneficiosas para su equilibrio emocional. Con las manos frías de haber esperado toda la noche a la intemperie la más mínima señal de reciprocidad, comenzó a escribir un poema que se había prometido cientos de veces que jamás vería la luz.
Decía así: "llevamos toda la vida engañados. El poema que más duele escribir nunca es el de despedida, porque un adiós supone que algo se ha resquebrajado por completo y que ya no hay marcha atrás que valga. No, el poema que más duele escribir es el que llega justo tras ese; aquel que se baña en tinta en el preciso instante en que comprendes que todavía no te habías marchado. Aunque él sí".
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