Anatomía
Sus dactilares se fundían con todas las puntas de rueca que pudieran suponer un descanso temporal de la jaula que la encarcelaba, y a la que le habían enseñado de pequeña a nombrar como "corazón". Había en sus manos asperezas derivadas de su resistencia a las caídas, desde el suelo, porque con esa perspectiva se le permitía enaltecer un mundo que, a su parecer, siempre se le había quedado demasiado grande a sus sueños. Eran sus brazos plantas trepadoras en dirección a mi penuria, y sus hombros más que un pañuelo sobre el que depositar el llanto (pues tenía unos omoplatos capaces de soportar el peso de miles de noches en vela).
Había aprendido a maquillarse las ojeras, no por cuestiones estéticas, sino como escudo frente a miradas indiscretas. Pero lo que mejor maquillaba era una vida sin amor más allá del deseo de quien veía en todo esto meras fracciones de un cuerpo, que contenía el secreto mejor encubierto: su alma. Sus ojos eran solo las ventanas, y yo la rama que las toca insistente una velada cualquiera de invierno, y que asusta aunque solo buscara compañía. Pero eran abismales como un agujero negro, y atraparon cada una de mis razones para huir antes de que me rompiera el corazón. ¿Qué no eran sus párpados, sino persianas protectoras de realidad? ¿Cuánta verdad tiñó sus labios cuando me observó sin pestañear?
Diástole nunca me permitió la entrada, porque me detectó ajena a su esencia. No obstante, más allá de todas aquellas fechorías que un día habían cometido los bandidos con mayor astucia que yo, me adentré en el desván de sus pensamientos y me revolqué en ese amasijo de papeles incongruentes que eran sus sentimientos cuando no eras certero. Y yo fui cierta, pero certera, nunca. Porque no me habría permitido la crueldad con un suspiro que acariciaba el cariño como el suyo, porque sus silencios invitaban al rumor de los pálpitos de mi desenfrenado corazón, aunque ella ya no lo recuerde. Que en todos los rincones del universo va a ser risa hueca lo que antaño resonó en todas mis cimas del mundo. Y cuando me vine abajo, ella no volvió porque nunca se había ido.
Y ya no vuelve, porque es firme creyente de que las segundas oportunidades no merecen su presencia, si alguna vez fueron primeras partes y no la supieron valorar.
Ojalá algún día nos pillemos desprevenidas en el olvido, y recordemos todo lo que fuimos antes de acuciar el pretérito.
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