Aprender a soltar
Un día le sostuve la mano al miedo. Me miraba como quien no ha visto nunca, sin complicaciones. Me abrazó con el brazo que le quedaba libre y sentí refugiadas todas mis dudas; protegidas bajo una capa traslúcida de incertidumbre. Las moralejas de los cuentos de hadas eran entonces dogmas, habiendo sufrido (una tortura deliciosa sabor miel) una metamorfosis que envidiaban todas esas mariposas que algún día germinaron en mi estómago (y que, a diferencia de este, me abandonarían dando lugar a un vacío silencioso e imbatible).
"El riesgo te ha roto" solía susurrarme al oído mientras me acariciaba la mejilla. Y me embelesaba como el amante tan contradictorio que pretendía internarse en tu cuerpo para que te abandones a ti misma, y no a otro. Es curioso: cómo un miedo infundido por las advertencias de otros se volvió tan mío que me impulsaba a envidiar a aquellos que se atemorizaban de lo que para mí ya era rutina (las drogas del corazón y otras sonrisas). Me hablaba sin tapujos y con seducción, y yo le respondía no actuando acorde a mis instintos. Éramos el equipo que pierde la partida pero siempre se abraza más fuerte que todo el resto, porque se tiene y se sostiene del otro, a pesar de los murmullos. A pesar de la crítica y la razón.
Un día le sostuve la mano al miedo, y ahora sigo pensando que el día en que lo hice no reparé suficientemente en que el apoyo, a largo plazo, se puede tornar condena. Y dependencia.
A fin de cuentas, no me enamoré de un imposible como todas esas princesas que se pierden en las barras de bares (o entre barras de labial) con tal de ahogar el pasado. Mi marea me enseñó a nadar a base de hundirme y hoy, el día en que deshago el agarre con el miedo, descubro que hay una soga al cuello que no recuerdo haber colocado allí. Y que quizá el miedo me protegió de ver antes.
Y ya se sabe que solo teme a la muerte aquel que ha amado la vida.
Comentarios
Publicar un comentario