Chico Misterio
Hay personas que aparecen por obra de arte, justo como si la vida quisiera hacer uno de sus trucos para así jugar con tu mente durante un tiempo, hasta dejarlos partir. Así es como lo conocí a él.
Entre el tumulto de personas que se congregaron aquella noche, pude divisar una mirada que no revoloteaba entre la multitud, sino que desvestía verdades con simples parpadeos. Yo, obsesa del caos y adicta a la felicidad ajena, contemplé aquellos ojos que irradiaban soledad.
Recuerdo haber dejado todos mis principios de lado por unas horas, pues su silencio hizo más mella en mí que todas las palabras que supe desde aquella madrugada que no diría a tiempo. Sin embargo, el riesgo de caer valía la pena si era él quien me esperaría para recogerme.
En noches sueltas de un año con regusto a melocotón, dulce, pude descubrir más del chico Misterio que todos los que decían conocerlo. Y las noches eran nuestras. Y de ahora en adelante -que alguien ose llevarme la contraria-, siempre lo serán.
Él era el chico de los sentimientos más bonitos: tan frágil y puro que se presentaba como de piedra, cuando cualquiera con el tacto necesario habría logrado descubrir el diamante que sus frías paredes encubrían; el que decía que la insignificancia del humano como individuo era la clave de un mundo en llamas, siendo esto lo único que lograba derretir el hielo en él.
Quiero recordarlo como la persona que fue capaz de cicatrizar heridas que ni siquiera sabía que tenía en simples segundos, y dejar grabado en el epitafio de una muerte inevitable lo mucho que habría deseado que superáramos nuestros desacuerdos antes de sucumbir al olvido. Aunque, de antemano, sé que no lo logramos. Y desde ahora te confieso que duele.
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