Gangrena



Empezó como una manía. Solía morderme los labios cuando habría preferido gritar, e incluso llegué a amordazarme la boca para no darles el gusto de verme romperme. Solo quienes son capaces de apreciar el arte son merecedores de atisbar las ruinas, ¿sabíais?

La manía se volvió obsesión, como la oruga se convierte en mariposa cuando le llega su hora; como el capullo está destinado a tomar la forma de la flor en algún momento. Siempre, con precedentes. Y en este caso, con motivos.

Había matado tantos veranos en el vaivén de mis emociones que solo quedaba el recuerdo del último invierno: gélido y desolador. Me habría encantado poder decir que quien prometió quedarse lo hizo, pues no hay nada tan bonito como dominar el arte de cumplir lo escrito, pero sería incierto. A la cuenta de tres, estaba sola. A la cuenta de tres, entendí que contar había sido solo una distracción y que el cuentagotas desenmascaraba la avería. ¿Cómo pude pretender que no me abandonara si ni siquiera fue capaz de jurarme no hacerlo?

A día de hoy, me deshago de las cortezas y me muestro tal y como soy. No hay nada más bonito que quererse, quererse bien, quererse imperturbable ante la masacre. Y no hay sonrisa más reluciente que la que encontró la vida a través de la muerte de un sentimiento.

Este torniquete ya no frena la hemorragia, solo oprime. Y quiero que lo entendáis. Si bien el amor sirvió como medicina, fue a base de acallar el dolor, y la única manera en que el humano es capaz de dejar atrás una tragedia, es sufriéndola, no observándola destrozar todo a su paso desde la indiferencia.



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