Al muchacho aquel





El amor de mi vida no era el chico más alto, guapo o inteligente de la ciudad. Él, simplemente, me veía como nadie lo hará jamás. Y quizá no me quiso como lo llegaron a hacer otros más tarde, pero arribó a mi vida en el momento indicado. Y como supo que no podría permanecer materialmente a mi lado, se internó en mi corazón. Porque mi gran amor no entendía de materialismo, poder, control o cualquiera de esos vicios insensatos que gobiernan hoy en día el mundo. No. Él solo creía en mí.

Probablemente no lo entiendan todavía: hubo una vez un chico que me quiso tanto, que cuando se fue, había depositado tanto amor en mí que no supe qué hacer con él. Me cuidó con tal devoción, que tuve que entregar lo que solo eran restos de aquello que vivía en él al resto de hombres que llegaron a mi vida mucho después. Y es que hubo una vez un chico que me quiso tanto, tanto, que me hizo quererme a mí misma más de lo que cualquiera pudiera entender. Por ello, lo que muchos tachan ahora de egocentrismo, no es sino la semilla que vertió en mí el muchacho aquel. No es sino efecto de aquello que, por no perder los ápices de él que en mí restaban, con dedicación regué.

Compréndanlo. Por mucho que me miren, jamás me volverán a ver. Ahora solo me guía el hambre (de tacto), la gula (de amor) y tal vez la sed. Pero si me preguntan dónde está mi norte, tal vez ni yo lo sabré. Que la luna y las estrellas quemen en mí la hiel, que el calor de otros cuerpos me abrase la piel, que algún día regrese y yo lo pueda sostener. Sé que no lo habrán contemplado, pero es que nunca nadie vislumbró la fe. También sé que mi alma gemela aún se mantiene en pie. Lo sé aunque no sea mío. Lo sé aunque no vaya a volver.

Por favor, díganle que aún lo quiero, si se cruzan con el muchacho aquel.




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